Preguntas que incomodan… y por eso deben hacerse…

Hay preguntas que escuecen, que incomodan, que nadie quiere responder con la verdad completa… y, precisamente por eso, hay que hacerlas. ¿Se debe obligar a un niño, niña o adolescente a asistir a una visita con su padre o madre no conviviente si no quiere? ¿Estamos frente a un desacato por incumplimiento de una resolución judicial si no se envía al menor a la visita porque se rehúsa a ir? ¿El juez debe sancionar de forma automática, o primero debe detenerse a escuchar con atención y sensibilidad? ¿Y qué hay de los abogados que presentan una querella por desacato como quien le echa gasolina al carro sin revisar el motor, sin preguntar si el vehículo tiene frenos, si va directo al abismo o si lleva a un niño llorando en el asiento trasero? Todo bajo la cómoda excusa de que “hay que comer” y el cliché del “libre ejercicio de la profesión”, como si nuestra toga nos eximiera de conciencia. ¿Y de esos padres o madres que, después de fracasar como pareja, convierten a sus hijos en trofeos de guerra emocional, en botines legales de una batalla que ellos mismos provocaron? ¿Y qué decir de ciertos jueces que despachan resoluciones como si estuvieran poniendo boletas por mal estacionamiento? Rápido, sin titubear, sin detenerse a pensar… como si lo que estuvieran resolviendo fuera un simple “ticket”, y no la estructura emocional de un ser humano en formación.

El cumplimiento no puede ser automático.

Sí, hay que decirlo con claridad, aunque a muchos les incomode: las resoluciones judiciales se dictan para cumplirse. Ese es un principio básico del Estado de Derecho y una garantía de seguridad jurídica. Pero tratándose del derecho de familia y la protección de niños, niñas y adolescentes, ese principio no puede asumirse como una regla absoluta ni aplicarse de forma mecánica. No toda negativa a cumplir una resolución constituye desacato, así como no todo niño que se resiste a una visita está siendo manipulado. En esta materia —donde se ventilan los vínculos más delicados y complejos del ser humano— es indispensable distinguir entre el sufrimiento genuino del menor y el capricho del adulto, madre o padre, que busca obstruir el contacto, escudándose en excusas baladíes o en subterfugios legales maquillados de preocupación, pero motivados por rencor, revancha o puro ego mal digerido. Sí, hay padres y madres que, movidos por heridas no resueltas, convierten a sus hijos en instrumentos de castigo emocional. Pero también existen casos en los que la resistencia del menor es profunda, persistente y legítima. A veces es miedo, a veces ansiedad, y otras veces es una forma desesperada de alertar que algo no anda bien: un entorno hostil, tóxico, negligente o incluso peligroso.

El juez debe hacer su verdadero trabajo.

Con el mayor de los respetos, aquí es donde el juez debe hacer su verdadero trabajo. No el de emitir resoluciones como si estuviera imprimiendo constancias de trámite en una ventanilla, sino el de administrar justicia con la responsabilidad de quien sabe que su firma puede construir o quebrar la vida emocional de un ser humano. Escuchar con atención, ponderar con humanidad y decidir con la valentía que exige proteger al más vulnerable. Porque en esta materia, el cumplimiento ciego no es justicia: puede convertirse en violencia institucional con sello y firma. Y esa, también deja huellas… solo que más profundas. Y si el derecho de visita se transforma en un ritual forzado donde el niño es empujado al carro mientras llora, donde se le chantajea o se le niega la posibilidad de hablar, no estamos haciendo justicia: estamos encubriendo una nueva forma de violencia disfrazada de cumplimiento judicial.

¿Qué dice la ley?

El Código de la Familia, en su artículo 326, establece que los padres deben acordar el régimen de guarda, comunicación y visita, siempre que no afecte el interés superior del menor. Y si no hay acuerdo, el juez decide. Hasta ahí, todo bien. Pero el artículo 329 va más allá: señala que el incumplimiento del régimen de visitas puede ser causal de modificación de la guarda, y también puede generar responsabilidad penal. O sea, “si no mandas al niño, prepárate”. Pausa. Respiremos. Y pensemos.

El niño no decide… pero su dolor sí debe ser escuchado

En la práctica, los niños sí hablan. Y gritan. A veces con palabras, otras con silencios, ansiedad, regresiones o pesadillas. A veces dicen simplemente: “No quiero ir”. ¿Y qué hacemos con eso? Póngase por un momento en el lugar del padre o madre que convive con el niño. Que lo escucha llorar, suplicar, esconderse para evitar una visita. ¿Debe obligarlo? ¿Arrastrarlo al carro? ¿Romper la confianza que tanto le ha costado construir? Ahora póngase en el lugar del otro progenitor. El que espera. El que cuenta los días. El que no sabe qué hizo mal. El que ama a su hijo, pero escucha que “no quiere verlo” y siente el alma partida. ¿Debe resignarse? ¿Debe asumir que su vínculo ha muerto? Ambos lados duelen. Ambos tienen razones. Pero uno no puede mandar, ni el otro desaparecer. Por eso el sistema debe escuchar. Eso no lo resuelve Jorge León, ni ningún abogado con mil códigos en la mano. Eso lo resuelve el criterio judicial, el acompañamiento psicosocial y el compromiso real de todos por el bienestar del niño. Porque el niño no decide jurídicamente… pero su dolor, su miedo y su lenguaje emocional deben pesar. Deben ser escuchados con seriedad, no minimizados como excusa o capricho.

¿Hay desacato si no se manda al niño?

Depende. Sí, depende. Esa palabra que a muchos operadores del derecho pareciera darles alergia, pero que es más honesta que muchas sentencias. Si el niño no quiere ir y hay razones justificadas —emocionales, psicológicas, clínicas— entonces forzar la visita puede ser una revictimización. Y sí, podría aplicarse el artículo 330 del Código de la Familia: suspensión, limitación o prohibición de la visita por cierto tiempo o indefinidamente, si se justifica. Pero si no hay justificación, y el rechazo del niño es manipulado por el progenitor conviviente, entonces sí podría haber desacato, e incluso riesgo de modificación de la guarda. Lo dice el artículo 329. Así de simple… y así de complejo a la vez.

Llamado a todos

A los jueces: Los admiro y respeto profundamente. Sé que su labor es compleja, que cargan con expedientes saturados, falta de recursos, presiones institucionales y decisiones que no siempre tienen una salida fácil. No tomemos decisiones de esta naturaleza a la ligera. Recordemos que las decisiones judiciales deben estar debidamente motivadas, de manera congruente, clara y precisa. No se trata de resoluciones de mero trámite, sino de actos jurisdiccionales que inciden directamente en la vida y el bienestar de los niños, niñas y adolescentes. Tratan con almas en formación, con futuros adultos rotos o resilientes. Cada resolución que emiten puede ser una sentencia de vida. Ponderen. Escuchen. No se conformen con lo que grita el papel: vean más allá.

A mis colegas: No todo es negocio. No podemos comercializar con las emociones de un niño. Sí, es cierto que hay que vivir del ejercicio: pagar la oficina, la luz, el asistente. Pero la ética no es negociable. Quien trafica con afectos, tarde o temprano será juzgado por la historia. O por Dios. Pongamos la moral por encima de la ley, porque la justicia sin conciencia termina siendo solo un trámite.

A los padres: Por favor, piensen en sus hijos en el 2045, no en el 2025. Piensen en el adulto que serán. ¿Estará lleno de traumas, vacío de afecto, harto del conflicto entre sus progenitores? ¿O será alguien entero, porque al menos uno de sus padres fue maduro, empático y renunció al ego por amor?

En conclusión: El niño no se manda a sí mismo… pero sí se debe escuchar. Y esa escucha debe ser seria, técnica y despojada de intereses. Porque en este juego de poderes, lamentablemente, quien siempre pierde es el que menos voz tiene.