No se puede pedir más pan del que se puede amasar. El derecho de los beneficiarios a recibir alimentos debe equilibrarse con la posibilidad del obligado de proveerlos conforme a su realidad económica.

Decir que los alimentos son solo comida es como decir que la justicia es solo un papel firmado. El vocablo “alimentos”, en el lenguaje jurídico, no se refiere únicamente a la sustancia comestible, sino que comprende un concepto mucho más amplio: abarca lo indispensable para la subsistencia y desarrollo integral de una persona. Así lo define expresamente el artículo 5 de la Ley 42 de 2012, General de Pensión Alimenticia. Se entiende por pensión alimenticia la prestación económica que una persona está obligada a dar a otra, para asegurarle el sustento indispensable, habitación, vestido, asistencia médica, educación e instrucción, de acuerdo con su capacidad económica y posición social. Y, sin embargo, cuántas veces, en los juzgados encargados de ver este tipo de procesos, se pierde de vista esta verdad tan elemental como antigua: que alimentar a alguien es, en esencia, un acto de dignidad. Y que negar ese alimento, ya sea por omisión, por indiferencia o por cálculo, es herir no solo a una persona, sino al tejido social mismo. La Constitución Política de Panamá lo dice con claridad meridiana en su artículo 56: el Estado está obligado a proteger la familia, el matrimonio la maternidad, los ancianos, personas con discapacidad, obviamente, la niñez y garantizar, entre otras cosas, el derecho a la alimentación. Pero esta garantía no puede ser retórica ni simbólica. Debe materializarse. El artículo 59 añade que los padres tienen el deber de alimentar, educar y proteger a sus hijos. No es una opción. No es una dádiva. Es una responsabilidad fundada en la esencia de la patria potestad.

En este contexto, los alimentos no son caridad. Son un derecho fundamental. Pero también son una obligación moral y jurídica que debe ser interpretada con sabiduría.

La Ley 42 de 2012, General de Pensión Alimenticia, reformada por la Ley 45 de 2016, así lo reconoce. En su artículo 1 enumera principios que deberían guiar toda decisión judicial en esta materia: el respeto a los derechos humanos, el interés superior del niño, la igualdad de responsabilidad entre los obligados, y —el que nos convoca hoy— la proporcionalidad. ¿Y qué es la proporcionalidad, sino la idea de que no puede exigirse más de lo que alguien puede dar? Porque, así como es injusto no dar nada, también lo es imponer cargas imposibles. El artículo 21 lo dice con precisión: los alimentos se reducirán o aumentarán proporcionalmente, según el aumento o disminución del caudal del obligado o de las necesidades del alimentista. Esta cláusula, lejos de ser técnica, encierra una filosofía: la justicia no puede ser ciega a las circunstancias. Pero el problema no está en la ley. Está en la aplicación. En los pasillos judiciales, aún se escuchan cifras que se lanzan al aire como si el pan de un niño fuera un juego de azar. Jueces que no motivan adecuadamente sus decisiones, abogados que no explican el trasfondo económico de su cliente, partes que confunden el derecho de alimentos con una herramienta de castigo o venganza. Y en medio de todo esto, la criatura que espera —consciente o no— que los adultos se comporten con responsabilidad. Debemos recordar que la pensión alimenticia tiene prioridad sobre cualquier otra deuda, como lo establece el artículo 20 de la misma ley. Pero también debemos entender que esta preferencia no significa atropello. El crédito alimentario es superior, sí, pero también debe ser equilibrado, humano, sobre todo sostenible. La Convención sobre los Derechos del Niño, ratificada en Panamá mediante la Ley 15 de 1990, refuerza este criterio. Su artículo 27 establece que es deber de los padres proporcionar, dentro de sus posibilidades, las condiciones de vida necesarias para el desarrollo del niño. ¿Y qué son las posibilidades, sino el límite razonable de lo que se puede exigir sin romper al que da?

Así como no se puede pedir más pan del que se puede amasar, tampoco se puede exigir una pensión alimenticia que exceda las capacidades reales del obligado.

El derecho de los hijos a recibir alimentos debe equilibrarse con la posibilidad del padre de proveerlos conforme a su realidad económica. Eso es justicia, eso es proporcionalidad. Porque una ley que exige lo imposible es tan injusta como quien se niega a cumplirla. En el Derecho de Familia, cada decisión tiene el peso de la vida misma. Aquí no se trata de fórmulas fijas ni de matemáticas frías. Se trata de humanidad, de equilibrio, de interpretar la norma con sentido y no con automatismo. Por eso, invocamos a los jueces, a los abogados y a las partes: recordemos que el alimento no solo nutre el cuerpo, sino también la conciencia de justicia que une a la familia y a la sociedad. Aplicar bien la ley de alimentos es, en esencia, alimentar la esperanza.